LA
DESESPERACION COMO SINTOMA
- Ya
no sé qué hacer.
Esto es lo primero que me dijo R. una vez que se sentó en
el sillón azul situado frente al mío.
R. tiene 45 años, está casado, tiene dos hijas, es
licenciado en historia y ha dedicado su vida profesional al mundo de la
publicidad en el que ha trabajado desempeñando cargos de responsabilidad hasta
que hace 2 años una fusión que afectó a su compañía lo llevó al paro. Aunque no
creía que le fuera a tocar a él, alguna leve sospecha recorría su imaginación en
las noches de sueño ligero que comenzaron a aparecer cuando se hizo oficial el
anuncio de la fusión.
Las primeras semanas fueron especialmente duras. R se
refiere a ellas como “encuentro con el vacio”, con “la ausencia de límites
contenedores”, en las que la dificultad incluso física de no poder regirse por
unos horarios acuñados desde años y por unas rutinas que delimitaban su zona de
confort las hacia insoportables.
Se sorprendía a si mismo caminando hasta la parada del
bus que siempre le llevó a su trabajo. En alguna ocasión incluso llegó a
subirse y consciente del error se bajó dos paradas mas adelante entre la
tristeza y la rabia.
En esos primeros momentos se propuso levantarse a la misma hora que cuando tenia que ir a trabajar
con el fin de seguir conectado a la realidad conocida. Y hasta llevaba a sus
hijas al colegio, pero esta sencilla actividad comenzó a resultarle
dificultosa. No soportaba verse rodeado de madres haciendo la misma tarea que
ellas.
Su mujer trabaja como administrativa en una empresa cuyos
sueldos apenas rozan lo estipulado en el convenio.
Al despedir a la chica que les ayudaba en las tareas
domesticas, se propuso asumir con entereza y eficacia esas tareas, pero la
sensación de inutilidad iba minando su autoestima. Empezó a percibirse mas
irascible y huraño, cualquier situación podía generar discusiones y
desencuentro con su mujer. Sus relaciones sexuales se hicieron demasiado
esporádicas y poco gratificantes. Los vínculos con sus amigos se fueron
debilitando, sus padres los sentía lejanos y poco accesibles.
Durante esos primeros meses R. recuperó su antiguo C.V.
lo remozó y lo envió a decenas de empresas, head hunter, agencias de
colocación, instituciones varias. Le llamaron 4-5 veces para hacerle una
entrevista, pero la edad casi siempre le invalidaba y volvía indignado e
impotente hasta su casa donde le esperaba un cesto de ropa para planchar y la
sensación de que en cualquier momento todo se le iba a venir encima.
La desesperación comenzó a anidar dentro de él. Y esa desesperación
es muy capaz de causar estragos, sobre todo cuando se instala poco a poco,
cuando va echando raíces, cuando nos invade con mensajes sutiles y directos
diciéndonos:
- Ya
has hecho todo lo posible y ya ves: No has conseguido nada.
- Además
cambiar tu situación no depende de ti, las circunstancias externas, la crisis
no las puedes cambiar y son las que te están machacando.
- Quizás
no valgas tanto como creías
- Es
posible que no seas tan importante para tus amigos y tu familia.
- Ya
eres mayor para intentar aventuras que nunca funcionan
- Si
hubieras aprovechado aquella oportunidad que te propusieron hace unos años a lo
mejor ahora….
… Y estos mensajes poderosos van haciendo mella,
anclándose y transformando nuestra imagen del yo, convirtiéndola en frágil y
vulnerable.
Y ahí R. toco fondo. Le resultaba insoportable convivir
con esa idea de si mismo rodeado de impotencia, incertidumbre y miedo.
Sólo cuando se hizo consciente de su situación y se
propuso afrontarla, aun sin saber cómo, es cuando comenzó el cambio.
Porque no podemos cambiar aquello que no reconocemos y
aceptamos como nuestro. A partir de ese momento comienza la búsqueda de
nuestras fortalezas (a veces escondidas) para abordar el necesario proceso de
cambio.
A este respecto ya Darwin nos transmitió que “No sobrevive
el más fuerte ni el más inteligente, sino aquel que es capaz de adaptarse mejor
a las situaciones cambiantes”
Con frecuencia nos aferramos a nuestra zona de confort y
los cambios que en ocasiones nos abocan a sacarnos de ella los solemos
considerar como peligrosos y transitorios, como algo pasajero que quizás el
tiempo y otras circunstancias externas acabarán colocando nuevamente en su
sitio. Porque pensar que esos cambios amenazantes van a constituir nuestra
nueva zona de confort nos resulta imposible de aceptar.
R solía repetir una frase cargada de impotencia: “ Pero
¿por qué a mí?. ¿Como es posible?” en la que se apreciaba la enorme dificultad para
asumir la nueva realidad.
El trabajo de aceptación sin incorporar pensamientos y
sentimientos contaminantes es básico para abordar este proceso. Intentando
mantener a flote la autoestima y poniendo en valor aquellos aspectos que
también forman parte de nosotros pero que en esos momentos nos cuesta
focalizar.
R. estaba en el paro pero era mucho mas que un parado.
Su sensación de vulnerabilidad y fragilidad con las que
no estaba habituado a convivir y que rechazaba de plano le generaba un malestar
angustioso. A medida que fue aceptando que también podía sentirse vulnerable y
que no por eso era menos valioso e importante fue descubriendo que estaba
colocando la primera piedra sobre la que construir el cambio y empezó a
descubrir en él el padre que no había sido, el hijo que había olvidado, el
compañero y cómplice cariñoso, el amigo agradecido, el profesional original y
creativo. Es decir una parte importante de esa “multitud de yoes” de las que
hablaba W. Wihtman y que han contribuido de forma contundente a reconstruir su
autoestima y a sentirse nuevamente valioso y único.