lunes, 20 de mayo de 2013


LA DESESPERACION COMO SINTOMA

 

-      Ya   no sé qué  hacer.

Esto es lo primero que me dijo R. una vez que se sentó en el sillón azul situado frente al  mío.

R. tiene 45 años, está casado, tiene dos hijas, es licenciado en historia y ha dedicado su vida profesional al mundo de la publicidad en el que ha trabajado desempeñando cargos de responsabilidad hasta que hace 2 años una fusión que afectó a su compañía lo llevó al paro. Aunque no creía que le fuera a tocar a él, alguna leve sospecha recorría su imaginación en las noches de sueño ligero que comenzaron a aparecer cuando se hizo oficial el anuncio de la fusión.

Las primeras semanas fueron especialmente duras. R se refiere a ellas como “encuentro con el vacio”, con “la ausencia de límites contenedores”, en las que la dificultad incluso física de no poder regirse por unos horarios acuñados desde años y por unas rutinas que delimitaban su zona de confort las hacia insoportables.

Se sorprendía a si mismo caminando hasta la parada del bus que siempre le llevó a su trabajo. En alguna ocasión incluso llegó a subirse y consciente del error se bajó dos paradas mas adelante entre la tristeza y la rabia.

En esos primeros momentos se propuso levantarse a la  misma hora que cuando tenia que ir a trabajar con el fin de seguir conectado a la realidad conocida. Y hasta llevaba a sus hijas al colegio, pero esta sencilla actividad comenzó a resultarle dificultosa. No soportaba verse rodeado de madres haciendo la misma tarea que ellas.

 

Su mujer trabaja como administrativa en una empresa cuyos sueldos apenas rozan lo estipulado en el convenio.

Al despedir a la chica que les ayudaba en las tareas domesticas, se propuso asumir con entereza y eficacia esas tareas, pero la sensación de inutilidad iba minando su autoestima. Empezó a percibirse mas irascible y huraño, cualquier situación podía generar discusiones y desencuentro con su mujer. Sus relaciones sexuales se hicieron demasiado esporádicas y poco gratificantes. Los vínculos con sus amigos se fueron debilitando, sus padres los sentía lejanos y poco accesibles.

Durante esos primeros meses R. recuperó su antiguo C.V. lo remozó y lo envió a decenas de empresas, head hunter, agencias de colocación, instituciones varias. Le llamaron 4-5 veces para hacerle una entrevista, pero la edad casi siempre le invalidaba y volvía indignado e impotente hasta su casa donde le esperaba un cesto de ropa para planchar y la sensación de que  en cualquier momento todo se le iba a venir encima.

La desesperación comenzó a anidar dentro de él. Y esa desesperación es muy capaz de causar estragos, sobre todo cuando se instala poco a poco, cuando va echando raíces, cuando nos invade con mensajes sutiles y directos diciéndonos:

-      Ya has hecho todo lo posible y ya ves: No has conseguido nada.

-      Además cambiar tu situación no depende de ti, las circunstancias externas, la crisis no las puedes cambiar y son las que te están machacando.

-      Quizás no valgas tanto como creías

-      Es posible que no seas tan importante para tus amigos y tu familia.

-      Ya eres mayor para intentar aventuras que nunca funcionan

-      Si hubieras aprovechado aquella oportunidad que te propusieron hace unos años a lo mejor ahora….

… Y estos mensajes poderosos van haciendo mella, anclándose y transformando nuestra imagen del yo, convirtiéndola en frágil y vulnerable.

Y ahí R. toco fondo. Le resultaba insoportable convivir con esa idea de si mismo rodeado de impotencia, incertidumbre y miedo.

Sólo cuando se hizo consciente de su situación y se propuso afrontarla, aun sin saber cómo, es cuando comenzó el cambio.

Porque no podemos cambiar aquello que no reconocemos y aceptamos como nuestro. A partir de ese momento comienza la búsqueda de nuestras fortalezas (a veces escondidas) para abordar el necesario proceso de cambio.

A este respecto ya Darwin nos transmitió que “No sobrevive el más fuerte ni el más inteligente, sino aquel que es capaz de adaptarse mejor a las situaciones cambiantes”

Con frecuencia nos aferramos a nuestra zona de confort y los cambios que en ocasiones nos abocan a sacarnos de ella los solemos considerar como peligrosos y transitorios, como algo pasajero que quizás el tiempo y otras circunstancias externas acabarán colocando nuevamente en su sitio. Porque pensar que esos cambios amenazantes van a constituir nuestra nueva zona de confort nos resulta imposible de aceptar.

R solía repetir una frase cargada de impotencia: “ Pero ¿por qué a mí?. ¿Como es posible?” en la que se apreciaba la enorme dificultad para asumir la nueva realidad.

El trabajo de aceptación sin incorporar pensamientos y sentimientos contaminantes es básico para abordar este proceso. Intentando mantener a flote la autoestima y poniendo en valor aquellos aspectos que también forman parte de nosotros pero que en esos momentos nos cuesta focalizar.

R. estaba en el paro pero era mucho mas que un parado.

Su sensación de vulnerabilidad y fragilidad con las que no estaba habituado a convivir y que rechazaba de plano le generaba un malestar angustioso. A medida que fue aceptando que también podía sentirse vulnerable y que no por eso era menos valioso e importante fue descubriendo que estaba colocando la primera piedra sobre la que construir el cambio y empezó a descubrir en él el padre que no había sido, el hijo que había olvidado, el compañero y cómplice cariñoso, el amigo agradecido, el profesional original y creativo. Es decir una parte importante de esa “multitud de yoes” de las que hablaba W. Wihtman y que han contribuido de forma contundente a reconstruir su autoestima y a sentirse nuevamente valioso y único.