martes, 2 de diciembre de 2014

                              NOTAS PARA ENTENDER LA BARBARIE

      Hay un paradigma sobre el que se sustenta nuestro sistema socio-económico que me resulta especialmente abominable. Es el siguiente: “Si para que yo adquiera más poder o riqueza tú tienes que morir, eso me resulta indiferente”.

     A lo largo de la historia de la humanidad ha habido tres elementos emocionales que han estado muy presentes y que han condicionado nuestras relaciones con nosotros mismos, con los otros y con nuestro entorno. Estos tres elementos son la codicia, el miedo y la intolerancia.

     La codicia genera el deseo de conquista y dominación, de querer apropiarse por la fuerza o el engaño de aquello que no tengo y el otro tiene y yo lo considero valioso. Da igual lo que sea: territorios, personas, objetos, bienes diversos. Si siento deseo de poseerlos y  para ello es menester que tu mueras favoreceré o ejecutare directamente tu muerte.
De esta forma comienzan las guerras, el colonialismo, el imperialismo, la subyugación de otros pueblos y culturas. Hasta hace apenas un par de siglos el modus operandi era directamente el uso de la fuerza y el sometimiento de los vencidos a los que  o bien se esclavizaba o bien se eliminaba o se recluía en reservas o se les “culturizaba “o convertía por medios mas o menos cruentos despojándoles de sus historia, su cultura, su vida. Y esto no era fruto de acciones aisladas de personajes desalmados que actuaban al margen de la ley. No, eran acciones consensuadas, facilitadas, financiadas y decididas por las capas dominantes y privilegiadas de la sociedad que guiados por el afán desmedido de riqueza y poder ponían en marcha la maquinaria necesaria para conseguir dichos objetivos. En la mayoría de los casos justificadas por razones religiosas, o de progreso, con el fin de “salvar” a aquellos salvajes descarriados que curiosamente solían estar asentados en territorios de valor estratégico o ricos en cualquier mineral codiciado. En tiempos mas modernos la forma de actuar puede ser perfectamente la misma, aunque en la mayoría de los casos se ha sofisticado incorporando elementos manipulativos a través de los grandes grupos de comunicación para hacer creer a la población que la invasión, la guerra o la intervención no es en realidad para apoderarse y esquilmar las riquezas naturales necesarias para satisfacer los caprichos y necesidades de una sociedad consumista y alienada, si no que es inevitable para mantener los valores irrefutables de la sociedad occidental tales como Democracia, Libertad, Orden todos ellos dichos evidentemente con mayúsculas. Y aquí es donde comienza a operar el segundo elemento emocional: El miedo.

     El miedo es una emoción muy poderosa y bloqueante que en sus rasgos mas primitivos nos ha ayudado a sobrevivir como especie y como individuos pero que cuando permanece anclada en nuestro inconsciente individual y colectivo nos conduce a observar el futuro como una amenaza peligrosa y aunque por su propia definición el futuro siempre resulta difícil de predecir, la presencia del miedo hace que ese futuro amenazante tome cuerpo y se eleve a la categoría de real. Esa creencia que se instala en nuestro pensamiento nos lleva a la acción para defendernos del “peligro”. Es esa creencia construida desde los miedos heredados y creados la que nos condiciona y determina y hace que podamos percibir al diferente, al extraño, al otro que no es como yo, ni piensa ni actúa como yo como alguien peligroso que puede quitarme lo que poseo y valoro y por tanto he de defenderme de esa posibilidad, y de la misma forma que nosotros heredamos esos miedos también los transmitimos a los que nos rodean y trascienden y así construimos muros, fuertes, empalizadas y bunkers que nos protejan y separen de los enemigos, reales o no, que han ido alimentando nuestro miedo.
El miedo ha sido siempre un justificante extraordinario de la violencia y utilizado de manera artera por los que han gobernado y gobiernan ha sido una aliado muy útil para hacer ver y sentir a sus súbditos, con demasiada frecuencia poco formados para cuestionar los mandatos y argumentos de los poderosos, la imperiosa necesidad de defenderse y dado que no hay mejor defensa que un buen ataque desarrollar estrategias defensivas que curiosamente han llevado históricamente a masacrar a los terribles enemigos en sus propias casas no vaya a ser que puedan venir a masacrarnos a las nuestras y así vamos construyendo una espiral en la que casi siempre suelen salir beneficiados los fabricantes de armas y los vendedores de sueños atados a fanatismos religiosos o ideológicos, y perdedores las personas anónimas con nombres y apellidos que seguramente trataban de vivir o sobrevivir sin sobresaltos, intentando crecer y querer con sus hijos o sus padres, con la gente cercana a la que se sentían unidos. Estos son siempre los perdedores a los que nadie pregunta si quieren ser salvados, rescatados, convertidos y desde luego nadie osa preguntarles si quieren ser asesinados porque quizás la respuesta “NO” no fuera la correcta y sería una pérdida de tiempo.
Y estando donde estamos no cuesta demasiado incorporar el tercer elemento emocional: La intolerancia como ingrediente básico para entender el paradigma de la barbarie con el que comenzaba esta reflexión.

       Tiendo a entender la intolerancia muy unida a las religiones. Si entendemos el hecho religioso desde la necesidad de transcendencia del ser humano, la religión como estructura y continente de ese hecho religioso se convierte rápidamente en una increíble herramienta de poder. “Los elegidos” se postulan como detentores  de la pureza de la interpretación del fenómeno de la fe, y  utilizando la manipulación o bien el miedo o ambos a la vez establecen las normas y las pautas a seguir por todos aquellos que sienten la necesidad de pertenecer al grupo, a través del cual van a conseguir el hecho irrenunciable de trascender, de permanecer después de la muerte.
Esas normas y mandatos se van constituyendo en lo esencial del fenómeno religioso y nuevamente los súbditos, los feligreses de a pie se perciben obligados a cumplirlos y obedecerlos para seguir formando parte del grupo que les llevará a la salvación. La maquinaria es perfecta. Si formas parte del grupo, de la iglesia, conseguirás la vida eterna, pero para ello es imprescindible que cumplas las normas y que además no las cuestiones. Cuando en algún momento esas normas resultan extrañas de comprender y seguir y por tanto de aceptar y  se pueden poner en duda, se apela a lo inescrutable de la fe y a la necesidad de aceptar o mejor resignarse dado que Dios mismo a través de extraños vericuetos les ha hecho llegar a Ellos la verdad desvelada, que jamás debes cuestionar so pena de expulsión y/o terribles castigos por hereje y sacrílego, por pecador al que solo el arrepentimiento podrá devolverte al rebaño en caso de ser absuelto de la culpa por alguno de los Elegidos.
El grupo se constituye y fortalece en torno a la aceptación de las normas y las creencias y también frente a otros grupos y/o personas que manifiestan otras creencias y convicciones.

     Esto es clave en el mantenimiento del grupo. Por un lado el mantenimiento de la cohesión interna que lleva a la destrucción de aquellos que osan cuestionarla o apartarse del grupo (todos tenemos en mente situaciones vividas en organizaciones religiosas ultra-conservadoras o en grupos terroristas), dado que se vive como peligroso y amenazante la duda y la crítica vivenciadas como elementos desestabilizadores y por tanto no tolerables.
Y por otro lado la necesidad de cambiar y /o eliminar a aquellos que muestran creencias diferentes a las nuestras, dando por hecho que las nuestras son las verdaderas y que bien por las buenas o por las malas hay que “convencer” al otro de lo equivocado que esta y de lo importante que es que abandone sus creencias y abrace las nuestras.

      Lo significativo y realmente preocupante es que estos elementos emocionales forman parte de nuestra vida cotidiana y se han ido instalando en muchos de los modos de relacionarnos con los demás. En la relación de pareja en la que las vivencias de maltrato físico y psicológico parecen que forman parte de nuestro horizonte diario sin que haya muchas señales de cambios profundos en ese comportamiento. En el abordaje del problema de la inmigración en el que lo más original que hemos diseñado son unas vallas enormes decoradas con cuchillas para evitar que a los que previamente hemos saqueado vengan ahora a  saciar el hambre. En la concepción del otro que viste bufanda de otros colores deportivos como alguien digno de los peores insultos y vejaciones y hasta de palizas que pueden terminar en muerte. En la percepción de aquel que opina y piensa diferente a mí en cuestiones políticas, sociales, económicas, culturales…. Como un descerebrado ignorante merecedor de la burla y la humillación más absolutas.

      En fin, que el otro ha dejado de ser cercano, próximo ,respetable, miembro de mi misma especie para convertirse en alguien al que despojo, esquilmo o utilizo para realizar mis deseos, o al que temo y del me que me defiendo, o al que debo convertir y cambiar por estar profundamente equivocado. Y lo malo es que nos parece normal.